En medio del bullicio de la ciudad y en el ambiente normal de ruido de un colegio de más de 600 alumnos, los Benedictinos de Envigado compartimos el ideal de vida de todos los monjes y monjas que seguimos la Regla de San Benito: La búsqueda de Dios “tomando por guía el Evangelio”. Como todos los cristianos, no buscamos otra cosa que responder a nuestra vocación bautismal: El seguimiento del Señor Jesucristo, animados por el Espíritu Santo, hacia la comunión Trinitaria, esto es, la comunión de amor en El Padre, El Hijo y El Espíritu Santo, de todos los hijos de Dios, desde ahora y para siempre.

Los monjes y monjas vivimos el seguimiento de Jesucristo ayudados por la Regla de San Benito y por el legado espiritual de la milenaria tradición monástica. “El hombre de Dios, Benito”, que vivió en los siglos V-VI (480-547/50), “dejó la casa paterna buscando solo a Dios”. Así lo presenta su biógrafo, el Papa Gregorio Magno (540-604) en el “Libro II de los Diálogos”. En este mismo texto San Gregorio recomienda también la Regla para Monjes escrita por Benito, como Regla “notable por su discreción y clara en su lenguaje”, y remite a ella a quien quiera conocer mejor al mismo Benito, pues lo que en ella enseña fue lo que él mismo vivió.

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Efectivamente, a partir de su propio camino vocacional, en el capítulo 58 de la Regla (RB 58), San Benito propone los criterios que ayudarán a discernir la vocación monástica de quien llame a la puerta del monasterio para vivir como monje: La búsqueda de Dios con verdad, mediante una especial solicitud para la oración, la obediencia y la humildad, en una vida ascética.

Búsqueda de Dios con la intensidad de lo absoluto, es decir, como lo único necesario, a la que consagra el monje la vida entera, su ser, su tiempo, sus energías, su actividad. “Amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todo el ser”. Esto implica para el monje la atención permanente, ininterrumpida, a la presencia de Dios que lo habita; es la “memoria Dei” (el recuerdo permanente y continuo de Dios) de que han hablado los padres monásticos desde antiguo.

Si tal es el objetivo, es comprensible que San Benito señale la solicitud para la oración como medio privilegiado para alcanzarlo. En la vida de la comunidad monástica ocupa un lugar prioritario la celebración litúrgica de las horas (llamada en la Regla de S. Benito “la obra de Dios”); desde la madrugada hasta el anochecer los monjes nos reunimos a distintas horas en el coro para cantar la alabanza divina, para orar por la Iglesia y por los hombres del mundo entero, para dar gracias al Señor por su misericordia. La acción de gracias, en comunión con la Iglesia universal, alcanza su punto culminante en la celebración de la Eucaristía, centro de la jornada monástica.

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La atención permanente a la presencia de Dios reclama la escucha atenta de su palabra. Momentos privilegiados de la proclamación y la escucha de la Palabra del Señor son, sin duda, los de la celebración litúrgica. Pero de igual manera hay otra “actividad espiritual” que ocupa un tiempo importante en el horario monástico: La “lectio divina”, es decir, la lectura orante de la Sagrada Escritura. A ella consagra cada monje en la soledad y el silencio de su celda dos ratos prolongados cada día, uno al empezar la jornada y otro al atardecer.

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“Amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todo el ser”…y “amar al prójimo como a sí mismo”. De estos dos mandamientos penden la ley y los profetas, lo ha dicho el mismo Jesús (Mt 22,37-40). La vida cristiana es auténtica si se vive en fraternidad. Al ingresar al monasterio y hacer profesión de vida monástica, los monjes nos unimos en alianza de amor a una comunidad concreta de hermanos, para compartir por siempre con ellos la vida, la fe, la oración, el trabajo, los bienes. En la celebración litúrgica y en la escucha de la misma Palabra de Vida, El Señor va tejiendo lazos de fraternidad irrompibles entre los monjes, va consolidando la comunión.

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Comunión de vida, comunión de fe, comunión de bienes, comunión de trabajo. “Ora et labora” ha sido una divisa popular con la que se caracteriza a los monjes Benedictinos. Estas tres palabras latinas se encuentran por doquier en los monasterios, en muros y libros, en pórticos y vallas; pero, hay que decirlo, no expresan con exactitud la experiencia de vida de los monjes. Falta un elemento que complete el trípode sobre el que se asienta la vida monástica Benedictina: la “Lectio Divina”, tal como se la ha presentado atrás.

Oración, Lectio Divina y trabajo, en comunión fraterna. Esta es la vida del monje benedictino, la de cada jornada. Ya al comienzo se ha dicho que la proyección prioritaria de esta comunidad, desde el inicio, ha sido la atención al colegio. Tal trabajo ha tenido a lo largo de los años sus variantes y altibajos. Si en un comienzo el número de monjes y su preparación posibilitaron su desempeño en tareas específicamente administrativas y docentes, además de la atención espiritual a los alumnos, hoy día, dadas las posibilidades limitadas de una comunidad pequeña como la nuestra, el trabajo de los monjes en el colegio quiere ser prioritariamente una atención pastoral-espiritual.

Pero además del servicio al colegio, en el que no están empeñados todos los monjes, los trabajos que reclama la vida en comunidad (Aseos, mantenimiento, biblioteca, encuadernación, huerta, jardines, cocina, etc.) ocupan a los monjes y les permiten vivir el servicio mutuo en la obediencia y la humildad.

El estudio es también medio privilegiado para cualificar la experiencia espiritual, por el conocimiento que posibilita del hombre y la historia, de la Sagrada Escritura y la tradición patrística y monástica, de la realidad del mundo. La búsqueda de Dios, con la especial intensidad que ha de tener en la vida monástica, reclama el silencio, la soledad y el retiro, condiciones necesarias para la escucha del Señor y del hombre, del clamor del mundo y las apelaciones del Espíritu. La vida del monje ha de ser, pues, una vida sobria; la ascesis, esto es, una vida disciplinada y esforzada, permite tal sobriedad. Indudablemente, para una comunidad urbana como la nuestra, entrar en el silencio y la soledad, vivir el retiro y la sobriedad, es un reto mayor. La vigilancia y el esfuerzo ascético son necesarios para alcanzar el silencio interior, sin el cual de nada valdrían el silencio exterior y el retiro geográfico. A este respecto, el voto de estabilidad que hacemos los monjes en nuestra profesión monástica alcanza especial relevancia: permanencia en el monasterio, pero igual, y sobre todo, permanencia en el empeño monástico, en “el recuerdo de Dios”.

San Benito ha dado especial importancia a otra actitud que completa el perfil del monje: La acogida y la hospitalidad. Con clara conciencia de la presencia del Señor en los huéspedes y visitantes, da indicaciones precisas sobre la recepción de quienes llegan a la hospedería y la portería del monasterio, para compartir con ellos la Palabra de Dios y la oración.

 

 

PROCESO DE INTEGRACIÓN

A quien se siente llamado por El Señor a ser monje en nuestra comunidad, cuyas características e identidad se presentan en esta página, les ofrecemos acompañamiento para discernir su posible vocación monástica mediante el proceso siguiente:

 

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Inicialmente la acogida en nuestra casa como huésped para unos encuentros preliminares que favorezcan el mutuo conocimiento.

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Luego, en calidad de aspirante, varias experiencias compartiendo la vida de la comunidad, empezando por algunas cortas, de una semana, dos semanas, hasta una de tres meses continuos, haciendo antes una estadía de un mes.

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Después de este acercamiento, que habrá dado elementos suficientes para un discernimiento inicial, el candidato se integra a la comunidad ingresando como postulante. Durante un año (mínimo, o más si se ve necesario), compartiendo el día a día con los hermanos de la comunidad, el postulante recibirá ayuda para profundizar en su formación cristiana fundamental y será iniciado en el sentido de esta vocación específica, mediante su integración en la observancia monástica cotidiana y la reflexión sobre la misma.

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Con el rito de iniciación monástica, que incluye la “toma de hábito”, se empieza la etapa del noviciado, que dura un año y medio o dos. Durante este tiempo el hermano novicio continúa en la profundización de su vida de fe por el acercamiento cuidado a la Sagrada Escritura y la Liturgia, y emprende el estudio de la Regla de San Benito y la tradición monástica, su historia y espiritualidad. Toda esta reflexión le ayudará a continuar su discernimiento vocacional y lo preparará para su primera profesión.

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Al término del noviciado el hermano hace profesión de vida monástica, obediencia y estabilidad según la Regla de San Benito, por tres años. La promesa de “vida monástica” o “conversión de costumbres”, incluye la castidad, la pobreza, el silencio, la sobriedad, la primacía de la oración, y los demás elementos que señalan la Regla y la Tradición como constitutivos de la identidad del monje. El tiempo de profesión temporal o juniorado puede prolongarse más de tres años, según se discierna el proceso de cada hermano.

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Terminada la etapa de juniorado el monje hace su profesión solemne y definitiva y recibe la consagración monástica, quedando así ligado para toda la vida a la comunidad con la cual seguirá viviendo su búsqueda de Dios.

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Durante todo el tiempo antes de la profesión solemne el monje ha recibido la formación necesaria para insertarse en la corriente viva de la tradición monástica, e igualmente la formación teológica inicial. Una y otra continúan durante toda la vida a un ritmo distinto del que se observa en la formación inicial; esta formación permanente es necesaria para alimentar la vida espiritual y la comunión con El Señor y los hermanos, con la historia y la creación, como ya antes se ha anotado.

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La comunidad necesita en su seno la presencia de sacerdotes, para el ministerio en medio de los hermanos monjes y para el servicio de la comunidad eclesial que frecuenta el monasterio, ya sean visitantes ocasionales o huéspedes. Siguiendo las indicaciones de San Benito en la Regla, cuando la comunidad discierne la necesidad de otro hermano sacerdote, llama, a través del Abad, a uno de sus miembros a la ordenación sacerdotal. No todos los monjes son sacerdotes; aunque todos reciban igual formación monástica y teológica, ésta no se da en función exclusiva del sacerdocio. El Señor mostrará en el discernimiento comunitario a quién quiere confiar este ministerio.

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